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05.08.2024

Cuando el Juicio Final fue eliminado de la liturgia católica. INFOVATICANA. 20jul24. https://infovaticana.com/2024/07/20/cuando-el-juicio-final-fue-eliminado-de-la-liturgia-catolica/

Resumen:

Hace unos años compré un CD con la Grosse Messe en C Menor de Mozart. Cuando lo escucho, imagino a los coros celestiales cantando ante el trono de la Majestad de Dios. Qué profundidad y gravedad. Cuánta belleza. Recientemente me hice con otro CD con la Misa de Requiem, también de Mozart, y últimamente escucho en bucle la secuencia del Dies Irae.

¿Conocen el Dies Irae? En la web de la RAE se dice que la expresión latina "dies irae" se traduce como "el día de la ira", y son las primeras palabras de una secuencia que se recitaba en las misas de difuntos. Sí, se recitaba (y se rezaba), porque, ¿alguno de ustedes la ha escuchado en alguna Misa de exequias celebrada según el Misal de Pablo VI? Yo sólo lo he escuchado una vez, precisamente en una Misa de Requiem celebrada por el rito tradicional, cantado en gregoriano a varias voces por el coro entre el tracto y el Evangelio.

Veamos qué dice el texto de esta secuencia, su historia, cuándo se recitaba y por qué ya no se canta donde se solía, y si ha sobrevivido a la reforma litúrgica postconciliar de alguna manera. Vale la pena reproducir el texto completo, por su belleza y contundencia:

¡Será un día de ira, aquel día en que el mundo se reduzca a cenizas, como predijeron David y la Sibila!

¡Cuánto terror habrá en el futuro cuando el Juez haya de venir para hacer estrictas cuentas!

La trompeta resonará terrible por todo el reino de los muertos, para reunir a todos ante el trono.

La muerte y la naturaleza quedarán espantadas, cuando todo lo creado resucite para responder ante su Juez.

Se abrirá el libro escrito que todo lo contiene y por el que el mundo será juzgado.

Entonces, el Juez tomará asiento, todo lo oculto se mostrará y nada quedará impune.

¿Qué alegaré entonces, pobre de mí? ¿De qué protector invocaré ayuda, si ni siquiera el justo se sentirá seguro?

Rey de tremenda majestad, Tú que salvas sólo por tu gracia, sálvame, fuente de piedad.

Acuérdate, piadoso Jesús, de lo que has hecho y sufrido por mí; no me condenes en ese día.

Por buscarme, te sentaste agotado; por redimirme, sufriste en la cruz, ¡que tanto esfuerzo no sea en vano!

Justo Juez de los castigos, concédeme el regalo del perdón antes del día del juicio.

Sollozo, porque soy culpable; la culpa sonroja mi rostro; perdona, oh Dios, a este suplicante.

Tú, que perdonaste a María y escuchaste la súplica del ladrón, dame a mí también esperanza.

Mis plegarias no son dignas, pero Tú, que actúas con bondad, no permitas que arda en el fuego eterno.

Colócame entre tu rebaño, y sepárame de los impíos, situándome a tu derecha.

Confundidos los malditos, arrojados a las llamas terribles, llámame entre los justos.

Te ruego, compungido y de rodillas, con el corazón contrito y deshecho como la ceniza, que cuides de mí en el final.

Será de lágrimas aquel día, en que del polvo resurja el hombre culpable, para ser juzgado.

Perdónanos, entonces, oh Dios: Piadoso Señor Jesús, concédeles el descanso. Amén.

Anteriormente a la reforma litúrgica fruto del Concilio Vaticano II, la Misa de Difuntos, también denominada Réquiem (término que en latín significa descanso, por la primera palabra de su introito: «Requiem aeternam dona eis Domine»), formó parte de la liturgia desde los primeros momentos. Existen evidencias de su celebración ya en el siglo II, aunque bien pudiera ser incluso anterior. Los textos y sus diferentes partes podían variar de una diócesis o, incluso, de una iglesia a otra. En el Concilio de Trento se fijaron sus partes y textos: el misal del papa Pío V prescribía así las secciones del ordinario y del propio…

Pero la reforma litúrgica posterior al Concilio Vaticano II eliminó la secuencia Dies irae y la trasladó al fin del año litúrgico como himno para la semana que antecede al primer domingo de Adviento. La reforma también introdujo, de nuevo, el Alleluia y sustituyó, en el Agnus Dei, la frase «dona eis requiem» por «miserere nobis» y «dona eis requiem sempiternam» por «dona nobis pacem». Estamos (¡sorpresa!) ante un nuevo caso de que pérdida de un elemento plurisecular de la Misa con la reforma litúrgica que supuso el Concilio Vaticano II. El infame Annibale Bugnini, secretario de la comisión que trabajó en la reforma de la liturgia que siguió al Concilio Vaticano II y auténtico artífice de la misma, explicó en su obra "La reforma de la liturgia" el razonamiento de los reformadores de la siguiente manera: «Se deshicieron de textos que olían a una espiritualidad negativa heredada de la Edad Media. Así eliminaron textos tan familiares e incluso amados como el Libera me, Domine, el Dies irae y otros que enfatizaban demasiado el juicio, el miedo y la desesperación. Estos los reemplazaron con textos que instan a la esperanza cristiana y dan una expresión más efectiva a la fe en la resurrección».

El Dies Irae, como el resto de los cantos de la tradicional Misa de Difuntos, incluyen algunos de los más antiguos, solemnes y conmovedores de la Iglesia. Expresan la seriedad, la gravedad de la muerte y buscan la misericordia de Dios para los que han muerto. Para muchos fue impactante que el Dies Irae y otros cánticos fueran eliminados de la Misa de Difuntos en la reforma litúrgica que siguió al Concilio Vaticano Segundo. Entre ellos, y como triste anécdota (cito la fuente para quienes piensen que se trata de leyendas urbanas como la del ceremoniero de Pablo VI), explica el reputado vaticanista Sandro Magister cómo el 3 de junio de 1971, después de la misa de conmemoración de la muerte de Juan XXIII, dicho papa comentó: «¿Cómo es posible que en la liturgia de los difuntos ya no se hable de pecado y expiación? Falta totalmente la imploración a la misericordia del Señor. También esta mañana, para la misa celebrada en las Grutas [vaticanas], aun teniendo textos hermosísimos, faltaba en ellos el sentido del pecado y el sentido de la misericordia.

La presencia del Dies Irae en la Misa de réquiem no es una cuestión del pasado o del presente, sino de la doctrina católica sobre las postrimerías. Tampoco se trata de una cuestión estética, de la magnificencia del canto polifónico o de estilos de música barroca, clásica o romántica. Ateniéndonos al texto, no puede decirse que le falten apelaciones a la misericordia de Dios; pero sí es muy cierto que hace referencias al juicio final, a la terrible majestad de Dios y la rendición de cuentas. Temas que brillan por su ausencia en las nuevas Misas de exequias, pero que son el momento adecuado para recordar a los asistentes a un funeral que habrá un juicio; uno personal y uno final, y que todos tendremos que rendir cuentas ante Jesucristo. Aquí, habrá quien piense que ya se "habla" de esto en todas las misas de domingo y solemnidades, al rezar el Credo, cuando decimos que Jesucristo ha de venir a juzgar a vivos y muertos. Y es cierto. Pero por algo, digo yo, la Iglesia establecía que se cantase también el Dies Irae en las Misas de Requiem, recordando que existe para todos un destino eterno, sea de salvación o de condenación.

Para el Dr. Kwasniewski, el rito latino tradicional y el rito según el Misal de Pablo VI representan dos ofrendas radicalmente diferentes por los muertos: una, que tomaba la muerte con mortal seriedad, que se preocupaba por el destino del alma del difunto y nos permitía sufrir; otro, el novus ordo, que dejó de lado la muerte con tópicos y promesas vacías. El contraste entre las vestimentas negras del viernes, el Dies irae y los sufragios susurrados y la casulla blanca coronada por una estola del sábado y los sentimientos amplificados de buena voluntad universal parecían personificar el abismo que separa la fe de los santos del modernismo prematuramente envejecido. La reflexión final de Kwasniewski al respecto es digna de mención: "Me encontré pensando: el milagro más grande de nuestros tiempos es que la fe católica ha sobrevivido a la reforma litúrgica". A lo que yo añadiría que es también un milagro que la liturgia tradicional haya sobrevivido a tantos intentos por prohibirla, por destruirla.

COMENTARIOS 


A partir del Concilio Vaticano II se han suscitado algunos cambios importantes en la liturgia. Uno de ellos, de consecuencias muy importantes para la salud de las almas se refiere a la eliminación, o al menos minimización, del Temor de Dios, y al castigo debido a las malas acciones de los hombres. No es cosa menor, pues el temor de Dios no sólo es necesario para llevar una vida realmente cristiana, pues sin ese Santo Temor difícilmente avanzaremos en la piedad y en el amor a Dios

Hay una tendencia presente a presentar a Dios exclusivamente como bueno, misericordioso, que todo lo perdona y no es capaz de castigar a sus creaturas. Esta postura coincide con la falsa creencia de la salvación universal, de que todos nos salvaremos, todos alcanzaremos la Gloria Eterna, independientemente de nuestro comportamiento bueno o malo; es decir, coincide con una herejía originada en una de las ramas del protestantismo que afirma que todos seremos salvos, pues la sangre de Nuestro Señor Jesucristo ya ha pagado el precio por nuestros pecados.

Aún más. Algunos argumentan que una sola alma que se pierda sería un fracaso para Dios, para su misericordia, pues significaría que no es absolutamente bueno.

Es cierto que es inmensamente bueno y misericordioso, y que su redención alcanza para toda la humanidad. Pero Dios concedió al hombre uno de los tesoros más preciados, la libertad. Sólo al hombre ha dado el alma racional, con sus dos grandes potencias: inteligencia y voluntad. Cuando estos dones se combinan, el hombre actúa libremente. Y el acto libre tiene consecuencias. Esa libertad, utilizada para el bien, le lleva a alcanzar el mérito más elevado: la vida eterna. Pero también puede llevar al hombre a cometer los más graves pecados contra sí mismo, contra sus semejantes y contra su Creador.

Con frecuencia se nos olvida que Dios también es justo, y dará a cada uno el premio o castigo según sus méritos. Pero el hecho de que la justicia del Señor se manifieste en un momento dado, no significa que sea incompatible con su misericordia. Hay un tiempo para la misericordia y otro para la justicia. Mientras estamos en este mundo temporal podemos obtener su misericordia. Para eso nos dejó a su Iglesia, sus sacramentos y a su Santa Madre, la Gran Intercesora. Pero una vez que termine nuestra vida, llegará el tiempo de la justicia, y se nos juzgará, como su nombre lo dice, justamente.

Por eso es que llama poderosamente la atención que la liturgia de las últimas décadas parece haber olvidado la penitencia y el juicio final y con ello, el Temor de Dios.

El Temor de Dios es uno de los siete dones del Espíritu Santo, junto con el don de la Sabiduría, el don del Entendimiento, de Consejo, la Ciencia, la Piedad y la Fortaleza.

Básicamente este temor se manifiesta, no por el miedo al castigo, sino en el reconocimiento de la grandeza de Dios y la insignificancia de sus creaturas y, sobre todo, en el miedo a perder su amistad, a perder su Amor.

Es necesario distinguir a este Santo Temor de otras formas de temor o miedo. No es un pánico irracional ante la justicia de Dios, que nos lleva a perder la Esperanza y a escondernos de Él, como Adán y Eva ante el pecado de desobediencia; tampoco es el temor por el castigo, que nos hace obrar bien, ante una posible sanción, aunque en ocasiones esto puede ayudar a encontrar su verdadero sentido. El temor de Dios es ante todo el reconocimiento de su grandeza y el miedo a perder su Amor, a separarnos de Él.

Tan grande es esta virtud que es el mismo Espíritu Santo el que la otorga. Pero todos los dones sobrenaturales requieren un depositario dispuesto y en condiciones para recibirlo; necesitamos su gracia y pedirle que nos lo otorgue.

Las consecuencias de vivir con el Santo Temor de Dios son una mayor piedad, un alejamiento del pecado por el temor de ofender al que es todo Amor, y mayor prudencia y fortaleza ante las tentaciones. Todos necesitamos de este Temor para vivir como Dios quiere y para permanecer eternamente en su amistad. Es un temor filial nacido del amor al Padre, ante el temor de perderle.

Por eso nos extraña cómo es que la Iglesia, a partir de la liturgia postconciliar, nos presente una doctrina "ligth" que olvida o minimiza el castigo, el infierno y el necesario Temor de Dios.


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